5 poemas a Cartagena que demuestran lo hermosa que es
Cartagena, la ciudad amurallada del Caribe colombiano que ha saqueado los corazones de tantos poetas, como ella misma fue saqueada por los piratas que venían de los mares a robarse su riqueza. Lee estos hermosos poemas que resaltan su belleza.
«Ciudad nativa triste, ayer reina de la mar«.
Así definió el poeta cubano José María de Heredia a Cartagena de Indias, la ciudad amurallada del Caribe colombiano que ha saqueado los corazones de tantos poetas, como ella misma fue saqueada por los piratas que venían de los mares a robarse su riqueza.
Desde Gabriel García Márquez, que sitió varias de sus novelas en la ciudad y dedicó largas líneas a la Heroica, hasta poetas que sufrieron y amaron Cartagena como Roberto Burgos Cantor, este artículo reúne 5 textos poéticos que hacen más bella a una ciudad que destila poesía en cada atardecer.
Estos hermosos poemas a Cartagena cortos y sencillos de entender, algunos son en verso, otros son fragmentos de novelas tan hermosamente escritos que sin duda son poemas en prosa. Hay de todo así que son perfectos para niños y adultos.
¿Cuál de los versos de estos poemas cortos a Cartagena definirán mejor a la amurallada? ¡Averiguémoslo!
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5 poemas cortos a larga belleza de Cartagena
Ombligo de la luna – Raúl Gómez Jattín
Dibujo tu perfil del faro a las murallas.
Luz de alucinaciones son tus ojos de hierro.
El mar salta en las piedras y mi alma se equivoca.
El sol se hunde en el agua y el agua es puro fuego.
Eres casi de sueño. Eres casi de piedra en el vaivén del tiempo.
Arquetipo amoroso firme en la turbia edad
esa manera tuya de calmarme las lágrimas.
De desbocar tu cuerpo contra el mío enloquecido
como un potro en una llanura incendiada.
De verter tus palabras en mi entendimiento
cual veneno que cura la ausencia.
De recordar cosas usadas y olvidadas
con un vuelo que ilumina y asombra.
Es tarde amor. El mar trae tormenta.
Hay una luna pálida que recuerda tu ombligo
y unas nubes livianas y pesadas como tus manos
beben sedientas. Así, cuando yo sobre tu boca muero».
Tomado de «Del amor (1982-1987)», en Poesía (1980-1989), Bogotá, Editorial Norma, 1995.
A mi ciudad nativa – Luis Carlos López
Ciudad nativa triste,
ayer reina de la mar
J. M. de Heredia
Noble rincón de mis abuelos:
nada como evocar, cruzando callejuelas,
los tiempos de la cruz y de la espada,
del ahumado candil y las pajuelas…
Pues ya pasó, ciudad amurallada,
tu edad de folletín… Las carabelas
se fueron para siempre de tu rada…
¡Ya no viene el aceite en botijuelas!
Fuiste heroica en los años coloniales
cuando tus hijos, águilas caudales,
no eran una caterva de vencejos.
Más hoy, plena de rancio desaliño,
bien puedes inspirar ese cariño
que uno les tiene a sus zapatos viejos…»
El amor en los tiempos del cólera – G. García Márquez
«Pues la vida propia de la ciudad colonial, que el joven Juvenal Urbino solía idealizar en sus melancolías de París, era entonces una ilusión de la memoria. Su comercio había sido el más próspero del Caribe en el siglo XVIII, sobre todo por el privilegio ingrato de ser el más grande mercado de esclavos africanos en las Américas. Fue además la residencia habitual de los virreyes del Nuevo Reino de Granada, que preferían gobernar desde aquí, frente al océano del mundo, y no en la capital distante y helada cuya llovizna de siglos les trastornaba el sentido de la realidad. Varias veces al año se concentraban en la bahía las flotas de galeones, cargados con los caudales del Potosí, de Quito, de Veracruz, y la ciudad vivía entonces los que fueron sus años de gloria. El viernes 8 de julio de 1708, a las cuatro de la tarde, el galeón San José que acababa de zarpar para Cádiz con un cargamento de piedras y metales preciosos por medio millón de millones de pesos de la época, fue hundido por una escuadra inglesa frente a la entrada del puerto, y dos siglos largos después no había sido aún rescatado. Aquella fortuna yacente en fondos de corales, con el cadáver del comandante flotando de medio lado en el puesto de mando, solía ser evocada por los historiadores como el emblema de la ciudad ahogada en los recuerdos».
Tomado de El amor en los tiempos del cólera, La Habana, Casa de las Américas, 1986, p. 32.
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La tejedora de coronas – Germán Espinoza
«A nadie engañó la flota enemiga con las banderas inglesas izadas en la nave capitana, españolas en la almiranta y holandesas en la del gobierno, que tremolaban como señuelos de punta de cimillo en los palos mayores y en los picos cangrejos, pues todos sabíamos que se trataba de una escuadra francesa, en ello había acuerdo general, mientras las silenciosas embarcaciones, en número superior a veinte, daban fondo entre la ciudad y la punta de los Icacos, frente al arenal de Playa Grande, y ahora, inmóviles en la mar tendida, bajo el cielo aborregado y el marero viento, simulaban fantasmas de sal, como los corceles de mi sueño, que disfrutaran antes de anonadarla, el espectáculo de la inerme ciudad, ahogada en los primeros resoles de abril, rodeada de tremedales cortados por esteros, que formaban islas bajas y tupidas de manglares cuyas raíces se elevaban por el aire y hacían una graciosa curva antes de sumergirse otra vez en el suelo pantanoso, en tanto que sus baluartes, baterías y fuentes se envolvían en un silencio que era como el eco medroso del mutismo glacial del enemigo, silencio extravagante bajo la opresión de la siesta en que, del palacio gubernamental, no brotaba aún una sola orden, el menor comentario, una previsión apenas, a despecho del pánico que atenaceaba la población, del llanto de las mujeres en los templos, del alboroto de los negros que veían aproximarse una buena oportunidad para escapar del cautiverio…»
Tomado de La tejedora de coronas, Bogotá, Alianza Editorial, 1982
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Lo amador – Roberto Burgos Cantor
«José Raquel es negro. Tiene la piel escamosa y los ojos color café. Estuvo durante dos días y dos noches encerrado en un calabozo de la cárcel de San Diego. Durante dos días y dos noches, los trabajadores del muelle de la Machina esperaron aglomerados frente al portón de hierro oxidado de la cárcel, en la plaza con los árboles de guinda en que los guardianes izaban la bandera. Escucharon en la noche el pito de los barcos atracando. Sintieron en la madrugada los labios salados por el rocío de la noche. Se estremecieron con los gritos de los sueños de los presos. Y en la tercera mañana del encierro, cuando alguien preguntó si no percibían el olor a perro muerto se abrió el portón de hierro y salió él entre los gritos y el asombro, con los ojos hundidos de la falta de descanso y lo llevaron cargado por todas las calles hasta volver al muelle. En el muelle buscó el saxofón y sin sentarse, caminando de un lado a otro, entre los trabajadores que se recostaron a las paredes de las bodegas, a los bultos, a las grúas y elevadores, sin importarle el sol que caía sobre el instrumento y sobre él disolviéndolos, inventó una canción más larga que el silbato de vapor de los barcos anunciando un nuevo año en altamar, con silencios más profundos que los escuchados por los marinos cuando la tormenta amaina y suspende un instante el universo para tomar fuerzas y volver. Nadie recordó el ritmo. Algunos hablan de él caminando con el saxofón bajo el sol y rompiéndose los labios. Después dijo que la lucha sindical continuaba y fue contando lo que ganaban y las condiciones de trabajo de los muelleros de otras partes del mundo que les habían dicho los marineros de los barcos mercantes y mostró cómo estábamos peor que los trabajadores de Puerto Príncipe, en Haití, que no les pagaban nada».
Tomado de «Estas frases de amor que se repiten tanto», en Lo amador, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1982.
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